Miserias Literarias

Desgranando el agusanado mundillo editorial

24 marzo 2007

Consultorio literario (VII)

Cuando se gana un premio de novela ¿aparecen los agentes literarios como moscas?

Depende del empaque y la categoría del premio. Si es de cierta relevancia, los agentes suelen tantear y hacer sus averiguaciones para saber si el autor ganador dispone o no de agente pero, por mi experiencia, la mayor parte de los autores que han ganado un certamen de cierta entidad ya disponían de un agente que los representase.

Cuando se gana un premio de novela que alguna editorial publica, ¿en la siguiente obra del autor premiado las más prestigiosas editoriales se disputan el nuevo manuscrito?

No exactamente. Resulta obvio que la obtención de un galardón, sea cual sea, siempre ayuda a mejorar el currículo de cualquier autor y a ser considerado de otra manera ante futuras propuestas editoriales pero ganar un certamen no garantiza nada. Al igual que en la anterior respuesta, depende mucho de la categoría del premio y, sobre todo, del éxito de ventas del mismo. Hay galardonados de algunos certámenes —de algunas ediciones más bien— que no han llegado a cubrir las expectativas generadas por la editorial. Esos datos, aun siendo confidenciales, se terminan conociendo de una u otra manera. Y, en el caso que usted me comenta, es a esos datos de venta y repercusión a los que se ciñen las editoriales para sus futuras propuestas. Incluyendo las emitidas por la entidad que haya hecho entrega del galardón. Otra cuestión interesante, tangencial a ésta, sería comentar las tretas a las que recurren las editoriales para captar a autores que, una vez demostrada cierta solvencia literaria, sugieran una prometedora carrera y de cómo se emplean las convocatorias de ciertos certámenes como moneda de cambio para esos fines. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.

El dinero de los premios obtenido en concursos literarios ¿tiene algún tratamiento especial para los amables recaudadores de impuestos?

Por norma general, casi siempre tributa como un rendimiento del trabajo más, practicándosele la retención correspondiente del IRPF —si no están exentos de ello por ley como, por ejemplo, el Príncipe de Asturias o el Cervantes—. A esta norma general pueden aplicársele algunos matices en función de la naturaleza del premio (si el ganarlo no contempla la cesión de derechos de autor ni pago a cuenta de futuros royalties entonces puede tributar como «rendimiento irregular» o incluso, en determinadas circunstancias, puede incorporarse el importe al epígrafe G1 —premios derivados de juegos, concursos y rifas benéficas—. Lo juro. Una vez tuve ocasión de ver uno así). Al margen del tratamiento puramente fiscal, existen otros detalles curiosos. Por ejemplo, si la cuantía del premio no es excesiva, algunas entidades convocantes tienen la deferencia de aportar de forma añadida el importe de la retención, siendo neto para el galardonado el importe nominal del premio. En cualquier caso, no acepte mi palabra a pies juntillas. La legislación fiscal no es mi fuerte y, en mi caso, todos estos asuntos los lleva un asesor.

Cuando un autor promociona su novela en múltiples presentaciones ¿dice siempre lo mismo en todas ellas?

Depende de cada uno pero por lo general no. Uno no debería ir a una presentación con un guión aprendido y ceñirse milimétricamente a él. A pesar de la aburrida similitud entre las distintas presentaciones de una misma obra, cada presentación es diferente en cuanto a circunstancias y público y suelen surgir matices diferenciadores en todas ellas. Lo ideal es llegar un esquema genérico que recoja los puntos que se quieren exponer y los aspectos que quieran reseñarse especialmente y una vez en el acto, ceñirse a ese esquema pero sin ser excesivamente rígido. El asistente lo agradecerá. Obviamente, muchos de los argumentos se repiten de presentación en presentación pero no necesariamente de la misma manera ni en el mismo orden.

Cuando se va a recoger un premio ¿quién sufraga los gastos del viaje y la estancia?

Hay de todo como en botica y suele depender, además de su generosidad, de la disponibilidad de medios de la entidad convocante. No es lo mismo asistir como galardonado al Premio Planeta que a las Justas Poéticas de Saltidueñas del Segura. Hay entidades que sufragan los gastos de viaje y estancia del galardonado; las hay que incluso sufragan los gastos de un acompañante y las hay que no sufragan nada —insisto, en muchas ocasiones por falta de presupuesto o medios no por tacañería—. Lo habitual es que al premiado se le obsequie con un billete —de avión, de tren— y con el alojamiento pero, como digo, depende mucho de la entidad del certamen.

¿A usted le ha cambiado la editorial el título definitivo de alguna de sus novelas?

Más que cambiarme, me han razonado que el título que yo tenía pensado originariamente no era el más adecuado —por múltiples motivos, tanto literarios como comerciales— y me han sugerido que encontrase otro más acorde. Y he seguido esa recomendación cuando, tras el razonamiento expuesto, he concluido que podrían tener razón. En una de ellas me negué en redondo por considerar que el título original era el adecuado. Pero, hasta el momento, nunca me han impuesto un título.

¿Es razonable (o digno) que un autor consagrado se presente a un concurso literario?

En términos moralmente absolutos, no, pero aquí entramos en un terreno resbaladizo y muy abierto a diversos matices en los que intervienen las circunstancias personales de cada uno. Hay autores consagrados que pasan por malos momentos y necesitan revitalizar su carrera. En otras ocasiones, a determinados concursos, los autores consagrados no se presentan: son requeridos y muchas veces, dicho requerimiento no puede obviarse —por muy diversos motivos—. A veces no todo es blanco o negro. Y en todo momento me estoy refiriendo a concursos literarios en el estricto sentido del término. Otra cuestión aparte serían los premios, menciones o reconocimientos a tal o cual obra en los que no media licitación por parte del autor.

Si usted ha sido jurado en algún concurso literario ¿puede comentar cómo fue la experiencia (calidad de lo presentado, modo de tomar las decisiones, etc)?

No soy muy proclive a participar como jurado en certámenes literarios. La experiencia no me agrada particularmente. En las escasas ocasiones en las que lo he hecho, puedo decir que todo se sucedió de forma «normal», con sus más y sus menos, sus tira y afloja, pero nunca me encontré que nada que no fuese previsible —incluyendo ciertas tropelías—. Tan sólo en dos de ellos me quedó un cierto mal sabor de boca, el resquemor de haber sido engañado haciéndome inadvertido partícipe de una farsa —de uno de ellos me quedó la sospecha; del otro, albergo la certeza—. La calidad de lo presentado siempre fue bastante desigual, habiendo pasado por mis manos autenticas joyas y despreciables truños. Hay mucho artista con exceso de tiempo libre que, tras emborronar una serie de folios durante unos meses, gusta de emplear su esfuerzo probando fortuna en diversos certámenes en lugar de utilizarlo en pulir y corregir su texto —esto no lo afirmo con ánimo ofensivo o despectivo. Es una verdad objetiva, manifiesta y constatable—. En cualquier caso, hay que tener en cuenta que, hablando exclusivamente de los certámenes en los que fui partícipe —otra cuestión es de lo que te acabas enterando de aquellos otros en los que no intervienes—, mi impresión no puede ser ecuánime ni precisa debido a que, como jurado, es imposible obtener una visión global de todos y cada uno de los aspectos que infieren en el desarrollo de un certamen debido a que no se es partícipe de todos ellos. Por poner un solo ejemplo, me remito a la presencia de los famosos comités de lectura donde habría mucha tela que cortar. Pero, a veces, no queda otra opción que evaluar la situación en base a las impresiones de lo que llega hasta a ti ya que, en muchas ocasiones, no eres enteramente consciente de todo lo que se cuece entre bambalinas.

21 marzo 2007

Correctores de estilo

Ante la evidente confusión que suele causar entre algunas personas el ejercicio de esta noble y poco reconocida profesión, quizá convendría comenzar matizando lo que un corrector de estilo no es. Un corrector de estilo no es un profesional dedicado a susurrarle al oído al escritor cómo y de qué manera debe redactar sus textos para que estos sean mejores o más hermosos. Tampoco es un profesional que reescribe páginas y páginas tratando de embellecer la prosa empleada por un autor con el fin de mejorar el estilo de sus textos. Aunque haya mucha gente que crea que su labor es esa.

Un corrector de estilo, a diferencia del corrector de pruebas que se encarga de los aspectos tipográficos de un texto —y aunque, en numerosas ocasiones, las dos figuras se reúnan en una sola y única persona—, es un profesional dedicado esencialmente a pulir y limar aquellos aspectos sintácticos y gramaticales que, sin ser errores desde un punto de vista ortográfico, afectan al estilo y que desvirtúan y actúan en detrimento del aspecto formal de la obra: pleonasmos, aliteraciones, fallos de concordancia, ambigüedades, aliteraciones…

Normalmente un profano suele preguntarse por qué un escritor —o alguien que se precie de serlo— debería precisar la ayuda de un corrector de estilo. Por qué alguien al que se le supone versado en lo que hace y dotado de unos dones y cualidades inherentes a su desarrollo profesional requiere de la ayuda de otra persona que pula y revise su trabajo. La respuesta es obvia y sencilla y podría resumirse en un viejo dicho popular: porque «cuatro ojos ven más que dos».

La ayuda de un corrector de estilo resulta imprescindible para llevar a buen término la redacción de un texto puesto que una de las grandes verdades del oficio de escribir podría resumirse en una única sentencia: no hay peor corrector para un texto que su propio autor. Máxime teniendo en cuenta que de una falta ortográfica es más o menos sencillo darse cuenta pero es mucho más complicado hacerse consciente de una incongruencia estilística. Al margen de la mejor o peor calidad literaria del autor, todos solemos recurrir a muletillas y apoyos de los que no siempre somos conscientes, más aún si, durante ese proceso, estamos pendientes de otras cincuenta cuestiones (personajes, tramas, desarrollo, ritmo narrativo…). Expresiones como «subir para arriba», «bajar para abajo» o «gran cochazo» no son incorrectas desde una perspectiva gramatical pero sí deplorables desde un punto de vista estilístico. Y su inadvertido uso, sin ser un pecado mortal, debería ser corregido y enmendado sin ninguna duda.

Por otro lado, el llevar a buen puerto la creación de una obra literaria es, al fin y al cabo, una tarea ardua y extensa pero sobre todo viva. Un trabajo de larga duración que muda y cambia a lo largo del prolongado lapso de tiempo en el que se desarrolla (meses e incluso años). Durante ese proceso, el autor, más preocupado de insuflar vida a sus textos y personajes, suele descuidar algunos parámetros relativos al propio aspecto formal. Y no siempre por desconocimiento o desidia profesional. Un texto literario se altera, se modifica durante su creación. Sobre la marcha se introducen retoques, nuevas tramas y argumentos y las escenas cambian de lugar. Eso provoca que, en ocasiones, queden frases deslavazadas, situaciones aisladas de su contexto original, planteamientos viudos. Uno de los personajes puede ser inicialmente un jardinero y meses después decidimos que sea chofer porque conviene mejor para nuestros fines argumentales. Para ello, revisamos todo y hacemos los cambios pertinentes pero resulta que en una de las páginas hemos pasado por alto que sigue poniendo que es jardinero. Cambiamos de lugar actos y situaciones, líneas temporales. Algo que ocurre antes pasa a suceder después. Y en el proceso nos dejamos algún rastro de lo anteriormente escrito creando situaciones paradójicas o erróneas. Es lo que en el cine se conoce como errores de racord. Y aunque leamos y releamos decenas de veces, pasaremos por encima de muchos de esos errores sin advertirlos por una razón muy sencilla y evidente: nosotros, como autores, no necesitamos leer nuestros textos en su totalidad para entenderlos puesto que nosotros hemos sido sus creadores. Lo conocemos. Sabemos lo que ha pasado, lo que está pasando y lo que pasará. Y esa circunstancia nos conduce, aún sin quererlo, a leer muchas veces entre líneas nuestros propios textos pasando por alto infinidad de matices erróneos.

De evitar todo eso se encarga el corrector de estilo.

A raíz de esta tesitura suelen surgir dos dilemas de compleja resolución. Uno, desde la perspectiva del autor, ¿cómo interpretar las indicaciones de un corrector de estilo? Bien es cierto que al tratarse de una labor que, en stricto senso, no es correctora puesto que lo apuntado en la mayor parte de las ocasiones no son errores sino posibles mejoras, las indicaciones de un corrector de estilo —acertadas en su mayor parte— deben ser tomadas como lo que son: sugerencia de cara a mejorar el estilo de un texto. Si nosotros, como autores de un texto, determinamos que por razones de musicalidad, coherencia o expresividad, la frase, el párrafo o la oración debe mantenerse tal y como la redactamos originalmente, en nosotros debe estar siempre la última palabra. ¡Ojo!, que esa circunstancia no ciegue nuestra vanidad tratando de hacer pasar por «peculiaridades estilísticas» flagrantes errores que no queremos admitir. Para descartar la sugerencia de un corrector de estilo debemos albergar motivos fundados y claros. Como ya he comentado, las sugerencias aportadas por los correctores de estilo son acertadas en su mayor parte.

El otro dilema es más difuso en su planteamiento pero no por ello menos presente en el ámbito real. Muchos autores defienden el erróneo postulado de que el corrector siempre actuará en detrimento de la esencia genuina de su obra y renegarán de su labor pero el impulso que los mueve a rechazar dicha ayuda es de otro cariz. El autor, en su fuero interno, no puede evitar ponerse en el lugar del lector y pensar: ¿Qué confianza pueden merecer los textos de alguien al que se le supone ampliamente dotado y versado en su cometido pero que necesita del apoyo de un profesional en teoría más cualificado que él para esa labor? Es el miedo a esa supuesta «mala prensa», unido a ciertas dosis de soberbia, la causa por la que muchos escritores nieguen y renieguen de las aportaciones de un corrector de estilo. Apreciación completamente errónea en mi modesta opinión. A veces es muy necesaria aplicar una cierta dosis de humildad y reconocer que, al margen de nuestra valía literaria, no somos infalibles y cometemos errores. Y como profesionales forma parte de nuestra obligación entregar al lector, destinatario último de nuestro trabajo, el mejor producto posible.

15 marzo 2007

Nada vive eternamente

Cuando hace siete meses inicie, a instancias de una serie de personas, mi andadura en este blog con el fin de compartir mis conocimientos sobre el mundo editorial, tan sólo puse una condición para ello: llevarlo a cabo sin trampa ni cartón. Desde el primer momento me afané en dejar perfectamente claro lo que había y lo que dejaba de haber. Jamás pretendí engañar a nadie y si a alguien le surge la menor duda, puede consultar en el histórico la primera entrada de este blog. En ella —titulada de forma significativa «Declaración de intenciones»— indicaba que desconocía el tiempo que duraría esta andadura y su periodicidad ya que dichos parámetros estaban sometidos a cuestiones de una índole que yo no podía controlar en su totalidad.

Sé que las circunstancias por las que ha discurrido la andadura de este blog pueden haber defraudado las expectativas de muchos. Si es así, lo lamento. Pero quiero que esas personas entiendan algo: no puedo ser culpable de incumplir una promesa que nunca hice. Lo que aquí se daba, se daba de buena fe. Y ha durado —o durará, nunca se sabe— hasta que los hados quieran y mis circunstancias me lo permitan. Hasta ese momento, cada uno es muy libre de lanzar en arameo los juramentos que estime oportunos pero jamás podrá acusarme de faltar a mi palabra.

A día de hoy me resulta muy costoso hacerme cargo de la tarea que implica colaborar en este blog. Y me resulta costoso por dos motivos principalmente. Uno, porque no dispongo del tiempo necesario para dedicarlo a algo que para mí era y siempre ha sido un acto de buena voluntad. Un acto por el que nada solicité y por el que nada exigí nunca. Y del que siempre esperé, en aras de la cortesía, la misma respuesta. Y dos, porque realmente desconozco qué puedo mostrar a partir de aquí que pueda interesar a todo el mundo y que no suponga personalizar en casos concretos. Todo aquel que me remitido un EMAIL con alguna duda sobre un caso puntual y personal, ha sido contestado con mayor o menos presteza por el mismo medio. Lo que no me parece de recibo es convertir este blog en «El consultorio sentimental-literario de la señorita Prometeo» exponiendo casos puntuales, concretos y de un interés muy limitado como tampoco voy a convertir las aportaciones a este blog en divagaciones matutinas sobre lo bien que me siento mirándome el ombligo cuando no tengo otra cosa que aportar. Para eso ya existen decenas de blogs. Y, en aras de estas circunstancias, es preferible guardar un honroso silencio que destrozar lo aquí logrado entrada tras entrada.

La entrada de hoy —la que acompaña a ésta— es el resultado de una consulta personal cuya respuesta sí considero de interés general. Hasta que vuelva a encontrar un motivo de similar entidad que compense romper la quietud de este blog, las circunstancias seguirán produciéndose de similar manera.

Reciban un cordial saludo,
Prometeo

Preguntas de un escritor novel


Recibo un EMAIL en el que se me comunica que uno de los asiduos a este blog ha recibido una propuesta editorial aún por concretar y en el que me solicita la resolución de una serie de dudas sobre la forma de proceder al respecto. Siendo alguna de estas preguntas bastante comunes entre los autores noveles, me permito la libertad de transcribir dichas preguntas y mis respuestas, respetando en todo momento, por supuesto, el anonimato de mi interlocutor.

¿Cuándo cobra el autor? ¿Cuándo firma el contrato o cuándo se publica el libro? Seguro que resulta obvio para usted. Pues yo, el autor lego y principiante, no tengo ni idea del «cuándo»... Del «cuánto» tampoco tengo ni idea, pero como me imagino que las cantidades son aún más variables que los intereses bancarios, pues no sé si atreverme a preguntar...

Otra duda existencial: Y una vez te «dicen» (verbalmente, claro) que les interesa tu obra y que la publicarán el año que viene, y que ya «te llamarán» para «firmar el contrato y comentar algunos cambios»... Estooo... ¿Puede pasarse tu obra en ese limbo de «inexistencia» muchos meses?... Ya sé que si en ese tiempo desaparece la empresa editora o el editor en persona, pues será lógico que todo se vaya al garete, pero suponiendo que no... ¿Con cuánta antelación a la publicación se firma el contrato?

Y más aún, parece lógico pensar que puedo pedir (¿exigir? ¿solicitar?) firmar un contrato antes de ponerme a hacer arreglos a mi novela. ¿O no?...


Por termino medio y en un amplio porcentaje, los contratos editoriales estipulan que el autor cobre entre un 8 y un 10% de PVP del libro para las ediciones «normales» (rustica, tapa dura, etc.). Dicho porcentaje desciende al 5-6% en las ediciones de bolsillo. Por estos motivos y si el contrato está bien redactado y exento de mala fe, en dicho documento debe especificarse de forma cuasi indispensable, además del porcentaje mencionado

  • Número de ediciones a las que tiene derecho la editorial (unas 25 suele ser una cifra común)

  • Rango de unidades que componen cada edición (entre 2000 y 20.000. Le aconsejo que consulte la entrada de mi blog en la que comentaba el timo de la quincuagésima edición y el concepto de «reimpresiones»)

  • Tiempo de duración de contrato (cinco años suele ser una cifra justa)

  • PVP mínimo de los ejemplares (le permitirá computar lo que usted se llevará en el mejor de los casos si se venden X ejemplares. Este dato no suele ser de uso común pero es muy aconsejable que aparezca en contrato)
De forma general suele estipularse que el autor reciba en concepto de anticipo una cantidad indeterminada (totalmente libre y de común acuerdo entre el editor y el autor. Ahí si que no hay parámetros de referencia para medir: Pérez Reverte cobraría 25 millones de pesetas de anticipo sobre royalties; Un autor desconocido, con mucha suerte, cobrará 200.000 pesetas). Dicha cantidad, por ley, debería abonarse en el momento de la firma del contrato de edición. La cortesía permite que el editor lo liquide de 7 a 10 días después, por el medio que acuerden o que él le indique (talón, transferencia...).

Una vez el libro está en el mercado, el editor suele llevar a cabo dos liquidaciones anuales (tradicionalmente se realizan en abril y en noviembre en la gran mayoría de las editoriales pero en el fondo sólo son fechas orientativas y sujetas a la política de la editorial. Algunas editoriales sólo hacen una liquidación anual a finales de año) en las que el editor está obligado a demostrar documentalmente los ejemplares vendidos. En esa liquidación se le abona al autor su porcentaje correspondiente sobre dichos ejemplares. Si la cifra a liquidar es menor que el anticipo recibido, el autor no cobra nada hasta la próxima liquidación... o la otra... o la otra... es decir, hasta que, a base de liquidaciones, se cancele el anticipo entregado. Importante: las fechas de la liquidación o liquidaciones deben aparecer reseñadas en el contrato.

Respecto a su otra duda, desde que te dicen que les interesa tu obra hasta la firma efectiva del contrato lo habitual es que no transcurra más de un mes/un mes y medio. Desde la firma hasta la publicación pueden transcurrir perfectamente seis u ocho meses. Mi consejo personal es que no comience a retocar su obra hasta que a) le digan en la editorial qué desean cambiar exactamente (y usted evalúe que esos cambios no van en detrimento de su obra) y b) no haya firmado el contrato. No suele ser muy habitual pero hay algunas editoriales desaprensivas que se dedican a hacer trabajar al autor (cambie esto aquí, quite esto de allá) para al final echarse atrás con la más peregrina excusa, obligándole a trabajar de balde y lo que es peor, dejando la obra hecha unos zorros que no termina por reconocer ni uno mismo. Tómese las cosas con calma. Sin pausa pero sin prisa. Le adelanto que el negocio editorial funciona a un ritmo muy lento. Incluso una vez firmadas y atadas las cosas.