Miserias Literarias

Desgranando el agusanado mundillo editorial

27 septiembre 2006

Carnaza literaria

Como he comentado en diversas ocasiones y aún a pesar de cierta creencia popular, los integrantes del mundillo literario no están exentos de su parte alícuota de miserias e iniquidades, literarias algunas, extraliterarias otras muchas. La siguiente entrada pretende ser una especie de relajado y frívolo anecdotario que permita dejar constancia de tal acontecimiento. Sin ánimo de crear controversia y aunque probablemente muchos de ustedes lo consideren un acto banal y carente de utilidad, pienso que la publicación de estas cuestiones no deja de tener cierto interés —aunque sólo sea a título anecdótico— para todos aquellos que desean aproximarse, bien como lectores, bien como diletantes, bien como curiosos, a este chocante y estrambótico ámbito. Aunque ello suponga teñir el blog de cierto tono de Salsa Rosa. Disfrútenlo.

- Hace unos pocos meses, una reputada librería de viejo madrileña tuvo que retirar de su catálogo un lote de libros que ofertaba a bombo y platillo incidiendo en el valor añadido que suponía el que dichos ejemplares estuviesen dedicados a F. S., un conocido escritor y filósofo. Al parecer, al afamado F. S. no se le ocurrió otra cosa que revender los libros que había recibido dedicados por otros autores como obsequio y que le eran enviados como deferencia a quien consideraban su maestro y mentor. Cuando el asunto salió a la luz provocó el enojo —perfectamente comprensible— de muchos de estos autores.

- F. J. L., conocido periodista y escritor, persona de ideas extremadamente conservadoras, se erigió en 1994 en ganador de un reputado premio literario con un ensayo dedicado a un político español republicano. Dicho ensayo plagiaba descaradamente múltiples fragmentos del texto de otro autor —de nombre R. C.— que habían sido publicados trece años antes. El asunto siempre fue vox populi en los mentideros literarios.

- Un hermano —inspector de policía por más señas— de un muy reputado escritor español resultó ser uno de los principales imputados —aunque posteriormente fue absuelto— en el caso de tristemente celebre único desaparecido de la democracia española Santigo Corella (a) “El Nani”. Según ciertas fuentes, dicho hermano ha ejercido ocasionalmente de negro literario del célebre escritor, colaborando en la redacción de extensos fragmentos de su dilatada obra..

- L. E., afamada escritora, decidió hace un tiempo apuntarse al carro de las nuevas tecnologías y crear un blog donde mantener contacto directo con sus lectores y exponer sus vivencias y reflexiones diarias. El problema surgió cuando incorporó al mismo una entrada fusilada palabra por palabra de otro blog de un autor desconocido y lo hizo sin citar la fuente, dando a entender que era a ella a quien correspondía la autoría de dicho texto. Una vez descubierto el pastel, adujo excusas que dejarían en pañales al famoso error informático de Ana Rosa Quintana. Lo curioso del caso es que esta autora ya ha sido acusada en dos ocasiones de cometer plagio en sus textos publicados.

- Hace años, B. A., renombrada poetisa, se trasladó a Madrid desde su tierra natal con el fin hacerse un hueco en el ámbito literario. Una vez en la capital entró en contacto con el reputado escritor P. U. que la terminó convirtiendo en su amante y protegida. P. U. llegó a redactar un curioso y egocéntrico prólogo —en el que hablaba y ensalzaba más su propia figura que el texto a prologar— del primer poemario publicado por B. A. con el ánimo de proporcionarle, desde su posición de asentado literato, el apropiado espaldarazo público. Con el tiempo, el asunto acabó como el rosario de la aurora. B. A. terminó abandonando a P. U. para unirse sentimentalmente al acreditado escritor J. B. Por su parte, P. U. nunca olvidó la afrenta recibida por la supuesta traición y trató de hacer el mayor daño posible a B. A. hasta el punto de, entre otras medidas —algunas de ellas bastante infames—, ordenar la retirada de su prólogo de las sucesivas ediciones de dicho poemario. Hoy en día, esa primera edición se cotiza bastante bien entre bibliófilos y coleccionistas de curiosidades literarias.

24 septiembre 2006

Consultorio literario (III)

¿Puede esperar el autor novel que un escritor de éxito le ayude sólo por que éste último crea en la calidad del primero?

Normalmente se tiende a cometer el error de conceder a los escritores de cierto prestigio una serie de cualidades que realmente no poseen. Una de las más comunes es la capacidad de poder ayudar a escritores noveles o desconocidos en la publicación de sus obras. Si bien es cierto que un escritor célebre puede ayudar a abrir ciertas puertas, a recorrer ciertos senderos y a alcanzar determinados objetivos que, de otra manera, resultarían muy arduos de lograr, no debemos olvidar que la decisión última de publicar un libro siempre le corresponde al editor. Y esta decisión no siempre tiene porqué coincidir con la de dicho autor. Puede darse el caso —y de hecho se da con frecuencia— que una determinada obra pueda ser considerada como interesante por una persona y no serlo tanto para otra —por motivos literarios, comerciales o de cualquier otra índole—. Y al fin y al cabo, es el editor el que se juega su dinero.

Una vez expuesto esto, la respuesta a su pregunta es sí. Un autor asentado en el entramado literario puede ayudar —y de hecho se hace— a uno novel y puede hacerlo por los motivos más peregrinos. Por amistad personal, porque crea en la calidad y validez de su obra, por lo que sea. Y esa ayuda será de bastante utilidad pero debe quedar claro que dicha ayuda ni será determinante ni garantizará la publicación de la obra.

¿Un buen escritor y con éxito, si atraviesa un largo bache creativo, vende su alma al diablo y se lleva por delante a quien sea, incluida su honradez?

Esa es una pregunta capciosa, no digo que malintencionada, sino erróneamente planteada. Podría responderla al estilo gallego, con otra pregunta: ¿Un buen carnicero —o taxista, o camarero, o abogado—, si atraviesa un largo bache económico —o personal, o familiar—, vende su alma al diablo y se lleva por delante a quien sea, incluida su honradez? No hay una respuesta global y genérica. Cada quién es cada cuál. Dependerá mucho de cada persona, de su carácter y de su integridad moral. Independientemente de la profesión que ejerza. Y, por supuesto, esa actitud también se da entre los escritores.

¿Cuando dicen “se destruirán las obras no premiadas”, cómo lo hacen? (ya sé que es una pregunta tonta, pero al imaginarme el muro que se levantaría con tantos bloques de papel, no puedo imaginarme a un ordenanza rasgando y rasgando)

No existe una formula fija. Los métodos suelen ser variados en función de la importancia y los medios disponibles de la entidad convocante. El ayuntamiento de Somormujo de Abajo probablemente recicle el papel y reescriba sus propias notas en la cara no usada. Otros organismos disponen de máquinas de destrucción de documentos y un humilde bedel se encarga de pasarlas por la trituradora y convertirlas en confetti. Otras entidades de mayor calado suelen contratar empresas de reciclado de papel que recoge todas las obras en un palé y se las lleva para reconvertirlas en pasta de celulosa.

¿Por qué se percibe esa inquina de unos escritores para con otros?

Aunque en ocasiones ocurra, la animadversión no viene necesariamente dada por la relación escritor-escritor sino más bien por la relación persona-persona. La gente tiende a idealizar a aquellas figuras que admira, incluyendo a los escritores, y suele olvidar que somos personas como todos, con sus filias, sus fobias y su cuota de dignidades e indignidades. Y muchos somos más estúpidos, orgullosos, payasos o tontos de lo que aparentamos públicamente por muy óptimos que sean los resultados del desarrollo de nuestra faceta profesional. Al igual que hay desprecios y correspondencias tormentosas en las relaciones entre compañeros de otras profesiones —tenderos, oficinistas o camareros— ¿Por qué no habría de haberlas entre escritores? La principal diferencia la marca el hecho de que la de escritor es una profesión con un calado mediático que nos permite disponer de nuestra pequeña tribuna donde lanzar nuestros rencores de forma pública y que estos sean recogidos con cierta repercusión. Pero nada más.

¿De los escritores vivos, cuáles nos recomienda usted? (por favor, aquí incluya su nombre: en una lista de varios, no le va a descubrir nadie).

Ya lo hice en los comentarios correspondientes a la entrada titulada Los certámenes literarios (II). Y no. Mi nombre no está entre ellos.

¿Usted publicó la primera novela que escribió? Si no fue así, ¿con cual lo logró: la segunda, la tercera... y cómo fue el proceso?

No, no publiqué la primera novela que escribí. Y aún así, dentro de lo que cabe, tuve suerte. El primer texto que publiqué fue la cuarta novela que escribí y fue gracias a que con ella me erigí en ganador de un certamen literario de mediana relevancia. Ese hecho consiguió que, al presentar mi quinta novela a una editorial de cierto renombre, ésta le prestase la atención necesaria al texto hasta el punto de interesarse por su publicación. Con las dos novelas en la calle —una de ellas premiada— logré que una agencia literaria volviese a prestarme la suficiente atención como para aceptar representarme lo cual consiguió a su vez que dicha agencia llegase hasta donde debía de hacerlo para que una editorial de primera línea —con la que publico desde entonces— publicase mi quinta, mi sexta… And so on. Al final todo se reduce en hacer los meritos necesarios e incluirlos en tu currículum para que el siguiente en el escalafón se digne a prestarte la atención necesaria. Y tener fortuna. Por desgracia, no vale sólo con el esfuerzo personal. El factor suerte también es decisivo.

20 septiembre 2006

Consultorio literario (II)

Según demandas recogidas en los comentarios, he visto que hay cuestiones acerca del ámbito literario que los visitantes de este blog desean conocer pero cuyo desarrollo, en principio, no da de sí lo suficiente para redactar una amplia entrada sobre la cuestión. Procedo a responder una tanda de esas preguntas convirtiéndola en una entrada. Considero que es una interesante forma de enfoque digna de ser repetida por lo que agradecería a los visitantes, si así lo desean, que fuesen dejando sus consultas en los comentarios. Periódicamente iré publicando entradas bajo el título genérico de Consultorio literario.

¿Es cierto que algunos autores aprovechan su labor como jurados para copiar ideas de las novelas concursantes? ¿Es cierto que algunos editores toman ideas de novelas que rechazan para pasárselas a sus autores de confianza y éxito?

Ambas cuestiones son ciertas lo cual no quiere decir que sean frecuentes. De hecho, son bastante infrecuentes pero negar que existan sería faltar a la verdad. No hablo de plagiar textos de forma literal —que también se da—, hablo de tomar ideas de otros, darle unas vueltas, pulirlas y publicarlas como propias. Como digo, es infrecuente pero cierto.

¿Es cierto que ante la necesidad de escribir mucho y muy rápido, algunos famosos escritores contratan a un “negro”? ¿Conoce usted algún caso (aunque no dé nombres por prudencia jurídica)?

Rigurosamente cierto. Uno de los ejemplos más clásicos y conocidos es la cohorte de negros de la que se hacía rodear Alejandro Dumas padre y éste es un caso demostrado de forma fehaciente. Un negro literario —o Ghost writer que dicen los anglosajones— no es más que una persona encargada —normalmente a cambio de una compensación económica— de redactar textos cuya autoría se termina adjudicando a otros. Y este hecho es bastante común en el ámbito literario aunque, en muchas ocasiones, no para agrandar la obra de un escritor célebre. Verbigracia: la mayor parte de los discursos públicos están escritos por negros seleccionados ad hoc sin embargo, siempre suele atribuirse la autoría a la persona que pronuncia el discurso. La relevancia que se le da a esta cuestión surge cuando a la figura del negro literario se la dota de una aureola casi mística que no tiene porque el asunto se torna normalmente de un carácter bastante más pragmático.

Si nos ceñimos al ámbito estrictamente editorial, pudo confirmar que en la actualidad se dan casos con cierta frecuencia. Este hecho —la contratación de un negro literario— puede deberse básicamente a dos motivos: o bien un reputado autor no dispone del tiempo o las ganas necesarias para acometer un proyecto encargado por la editorial —de esto hablaremos en otra ocasión— y se lo encarga a otra persona —normalmente a un periodista que suele trabajar a tanto la pieza—, o bien, el supuesto firmante de la obra dispone del suficiente caché o tirón mediático para que se vendan ejemplares con su nombre en la portada pero no tiene ni puñetera idea siquiera de cómo se coge una estilográfica. Me jugaría un dedo del pie derecho a que más de la mitad de las memorias publicadas por las folclóricas de este país han sido redactadas por otros.

También es bastante común el caso de muchos autores reputados que en su día comenzaron su aproximación al mundo literario siendo «negros de…» y terminaron formándose un nombre propio. Un ejemplo de esta circunstancia —de haber ejercido de negros no de delegar sus trabajos en otros— es Santiago Roncagliolo, reciente premio Alfaguara. Otro es el caso de Sánchez Piñol. Remontándonos un poco más en el tiempo, es clásico en los anales de la literatura española —y también bastante jocoso— el caso del periodista y escritor Cándido. O por ejemplo, el caso de Jose Luis Coll que durante muchos años fue el negro literario de un reputadísimo periodista español. Con esto no descubro el Santo Grial. Ellos mismo han reconocido —a veces de forma pública y notoria, a veces de una forma más velada— esta circunstancia en diversas ocasiones.

¿Es frecuente que el escritor exitoso reciba órdenes de la editorial sobre qué asunto escribir?

Lo es. Pero no se trata tanto de recibir órdenes como de sugerir hábilmente una temática concreta. Hay que enfocar la cuestión desde una perspectiva concreta mediante la cual una editorial concibe su negocio. La literatura, invariablemente, pasa por modas y tendencias. Recientemente fue la de escribir sobre la Guerra Civil; ahora están en boga los misterios arcanos, los templarios y las novelas pseudohistóricas; mañana serán las de ciencia-ficción. Todo ello conlleva a que las editoriales aprovechen estas circunstancias para sugerir a sus autores que escriban sobre aspectos vendibles y acordes al momento literario que se vive. La presión ejercida dependerá del nivel de éxito que tenga el autor al que se le sugiere. A los grandes autores no se les sugiere. De hecho, son ellos los que marcan las nuevas tendencias literarias. A los autores medios se les insta a escribir algo que sea acorde con la tendencia editorial del momento. Y dicha presión puede llegar a ser bastante férrea. Conozco de primera mano el caso de un autor que ganó un premio literario de una famosa editorial y que una vez que pasó a pertenecer a la escudería de dicha editorial, se le terminó declarando persona non grata por negarse a aceptar este tipo de sugerencias por parte del editor, vetando cualquier texto que presentaba y que no era acorde a las directrices marcadas.

Continuará

13 septiembre 2006

En los próximos días...

En los próximos días debo ausentarme para atender una serie de compromisos profesionales por lo que, lamentablemente, la siguiente entrada a este blog se introducirá con cierto retraso —dentro de unos cinco o seis días—. Ofrezco mis más sinceras y humildes disculpas.

Por otro lado, incorporadas ya entradas relativas a autoedición, certámenes literarios, publicación, talleres y habiendo ampliado dichas entradas con profusos comentarios y aclaraciones, comienzan a asaltarme dudas acerca de qué temas concretos podría seguir tocando que fuesen del interés de los visitantes de este blog. Agradecería sugerencias al respecto con el fin de organizar una o dos entradas de tipo «consultorio literario» similar a la ya expuesta anteriormente.

El proceso de publicar (II)

Tras la entrega del manuscrito y si la editorial es lo suficientemente seria —que no en todas ocurre—, éste es enviado al corrector o correctores. Lo ideal es que el texto sea revisado por un corrector de ortografía y sintaxis y, además, por un corrector de estilo —aunque es común el caso de reunir los dos tipos de correctores en una única persona—. El corrector ortotipográfico se encargará de corregir las erratas y los descuidos tipográficos, lo que habitualmente se olvida uno cuando estamos fieramente centrados en narrar una trama argumental —algunos acentos, algún fallo de concordancia, alguna letra que nos hemos comido— mientras que el corrector de estilo, más que corregir el propio estilo literario del autor —como mucha gente cree— se encarga de corregir la sintaxis y los errores argumentales y de continuidad. Como el encargado de los errores de racord en el cine. Te señala si indicaste en una determinada página que el protagonista llevaba un jersey verde y en la siguiente el jersey era azul, si al principio de la historia nombras a un determinado personaje como Juan y al final le acabas llamando Fernando —esto ocurre con más frecuencia de lo que se supone—, si determinada frase o párrafo resulta demasiado enrevesado o ambiguo. Una vez revisado el texto se lleva a cabo la maquetación previa, el diseño de las plantillas que le darán su forma final empleando las dimensiones adecuadas, definiendo la tipografía a emplear, el ajuste de márgenes, párrafos, capítulos y se imprime la primera galerada.

Con las galeradas impresas, se entrega una copia al autor para que proceda a su corrección. El autor suele contar —por término medio y según contrato— con quince días para corregir las galeradas. Una vez revisadas y devueltas a la editorial, se entregan de nuevo al corrector de la editorial para que realice una última revisión de las correcciones introducidas por el autor, poniendo especial atención en la detección de errores de maquetación —finales de línea impropios, líneas viudas y huérfanas, fraccionado silábico de palabras hecho de forma errónea, etc—.

La tarea es redundante y cíclica y debería llevarse a cabo las veces que fuese menester. Las editoriales serias realizan dos y hasta tres galeradas. Las editoriales más normales, una y gracias. Si se hace con eficiencia y corrección, este proceso viene durando en torno a tres a cuatro meses.

Una vez agotadas todas las galeradas y habiendo dado el visto bueno al resultado obtenido, el autor, por el momento y hasta la fase de lanzamiento, deja de formar parte activa del proceso. El resto es tarea exclusiva de la editorial. Se ajusta la maquetación definitiva y se imprime un cuadernillo que será, en esencia, la última y exacta prueba del formato del interior del libro y que recibe el nombre de ferro.

Mientras tanto, se procede al diseño creativo y a la definición de los contenidos de las cubiertas (solapas, portada, contraportada, etc). Este aspecto no resulta trivial ya que la portada será, en última instancia, la responsable del primer contacto que se establece entre el libro y su posible comprador. Además de acorde al contenido, las cubiertas deben poseer un diseño atractivo, cautivador y muy cuidado. A lo largo de este proceso y en función de la política de la editorial se irá consultando de cuando en cuando al autor sobre su opinión acerca del diseño aunque esto no tiene porqué ocurrir necesariamente. Con la publicación de uno de mis libros, tras entregar las últimas galeradas, no volví a tener noticias hasta el día antes del lanzamiento, cuando me encontré en las manos con un ejemplar de mi novela, con todo diseñado, aprobado e impreso por iniciativa del editor pero este tipo de casos tampoco es lo habitual.

Una vez perfilados de forma definitiva todos los aspectos relativos al proyecto, se lleva a cabo el proceso meramente industrial. Se envía todo a la imprenta y se procede a la impresión y encuadernación de los ejemplares. Mientras esta tarea se lleva a cabo, se ultiman todos los detalles de cara a la posterior promoción: se encargan los productos promocionales —hojas, folletos, marcapáginas— si procede, se escoge el día del lanzamiento en función de la ventana editorial más cercana, se define la fecha y lugar de la presentación, se informa a la prensa, se envían a los medios avances editoriales y dossiers del autor, se concertan entrevistas e intervenciones en prensa, radio y televisión.

Y finalmente llega el gran día. El producto ya está en la calle y se envía a los puntos de venta a través de la distribuidora. El autor tiene entre sus manos un ejemplar de su libro y siente cómo se le humedecen los ojos, embargado el ánimo por un orgullo vano y fatuo pero orgullo paterno al fin y al cabo. A partir de ese momento, la calidad del propio texto, la fortuna y, sin duda, el buen hacer de los departamentos de marketing y prensa de la editorial jugarán sus cartas para abogar en favor del nuevo retoño pero, no se engañen. El camino no está recorrido ni mucho menos. Queda mucha travesía por delante y aunque el libro ya esté en la calle, la labor de promoción de un autor novel sin nombre ni repercusión pública es mucha y muy ardua. Pero esa ya sería otra historia.

09 septiembre 2006

El proceso de publicar (I)

Me ha llegado algún comentario que sugiere que los aspectos que reflejo en este blog son meras obviedades, conceptos de dominio público que todo el mundo conoce y que a nadie importan. Pudiera ser pero, sintiéndolo mucho, disiento. Efectivamente, algunas de las cuestiones que explico en las entradas de este blog quizá sean de dominio público para todos aquellos que se mueven en un entorno cercano al editorial y cuya existencia tiene más que asumida. Pero sorprendería saber cuantas de estas cuestiones de cajón que trato de explicar en estas líneas son ignoradas no sólo por el público en general sino por muchos autores diletantes que se inician en el duro y competitivo mundo editorial y que me consta que agradecen conocer de antemano muchas de estas cuestiones triviales. Hoy hablaremos de una de ellas: el proceso de publicar.

Supongamos por un momento que nuestro manuscrito, bien a través de una agencia, bien gracias a nuestro propio esfuerzo, ha llegado hasta una editorial y que dicha editorial ha emitido un dictamen favorable acerca de la idoneidad de publicarlo. ¿Y ahora qué? ¿Qué nos espera? ¿Ya está todo logrado? La rotunda respuesta es: en absoluto. Aún queda un largo camino por recorrer. Trataremos de describir el proceso de forma genérica sin negar que, a lo largo del mismo, puedan producirse variaciones en función de quién y cómo decida publicar el manuscrito. Por norma general y por término medio, dicho proceso tiene una duración aproximada de ocho a diez meses y desde aquí trataremos de exponer cómo y en qué se emplea ese tiempo.

En primer lugar y antes incluso de la propia firma del contrato de edición, el editor, en caso de estar interesado en la publicación, emitirá un dictamen acerca de aquello que le gusta del texto y de lo que no. El que un editor haya encontrado un determinado potencial en un manuscrito no quiere decir —salvo honrosas excepciones— que esté absolutamente de acuerdo con todo lo que en él se expone. Lo más habitual es que nos sugiera determinados cambios, pulidos, eliminación de ciertas subtramas o potenciación de otras en función de la posible comercialidad del texto. En la mano de cada uno está la decisión de aceptar la alteración de su texto o no hacerlo pero sorprendería conocer la cantidad de proyectos de publicación que se malogran en esta parte del proceso bien porque los cambios realizados no terminan siendo del gusto del editor, bien porque el autor se niega a introducir determinadas modificaciones en el manuscrito.

Si todo continúa como debe, una vez que contemos con un texto más o menos definitivo y al gusto del editor, se procede a firmar el contrato de edición. Su contenido y sus cláusulas pueden variar en función de la editorial y de sus pretensiones pero, como mínimo y entre otras cuestiones, dicho contrato debería reseñar de forma clara, delimitada y explícita: la obra que se edita, el idioma en que lo hace y su ámbito de distribución —nacional, internacional—, su formato o formatos —edición rustica, de bolsillo, tapa dura—, los derechos cedidos —de edición, de distribución, de traducción, de adaptación, de edición digital—, el tiempo de vigencia del contrato, el número de ediciones acordadas, los ejemplares de los que consta cada edición, el precio mínimo de venta al público por ejemplar, la retribución del autor —que ronda, por norma general, en torno al 10% del precio de venta al público— y el anticipo inicial que el autor percibirá a cuenta de sus beneficios. En el mismo contrato se suele indicar que el autor dispone de un periodo determinado —unos 30 días— para entregar el manuscrito definitivo, el que pasará a imprenta y que el editor dispone a su vez de otro periodo —en torno a un máximo de 18 meses— para poner en la calle el manuscrito entregado, siendo motivo de rescisión del contrato el que alguno de los dos no cumpla con sus correspondientes plazos. Cabe reseñar que el plazo del editor aparenta ser excesivamente amplio pero sólo lo parece. Hay que tener en cuenta que, amén del largo proceso seguido por cualquier manuscrito una vez entregado a la editorial —que a continuación trataremos de detallar—, el editor tiene que aprovechar las denominadas «ventanas de edición» —ver entrada anterior— para ponerlo en la calle, es decir, que aunque un manuscrito esté disponible para lanzarse en agosto, es obvio que su salida a la calle, por cuestiones mercantiles, no tendrá lugar hasta octubre o noviembre. De ahí que los plazos para el editor sean tan dilatados aunque, para tranquilidad de muchos, la mayor parte de los editores nos los agota nunca. Tan sólo se cubren las espaldas.

Una vez firmado el contrato y transcurridos los 30 días, el autor entrega su manuscrito a la editorial. Por norma general, la editorial le comunicará un periodo aproximado de publicación —en función de su calendario editorial— y el autor deberá esperar hasta nuevo aviso. De lo que ocurre con el manuscrito durante ese tiempo hablaremos en una próxima entrada.

06 septiembre 2006

Adenda (II)

Me gustaría comentar que hoy me he visto obligado a rechazar la inclusión de varios comentarios vertidos por algunos visitantes de este blog. Su rechazo se ha producido no porque sus manifestaciones fuesen críticas hacia mí sino porque su contenido era insultante empleando términos y palabras que, por decoro, prefiero no reproducir.

Mis palabras tienen el valor que tienen. Ni pontifico ni lo pretendo. Ya indiqué en una ocasión que le corresponde al lector de este blog el determinar la validez de las mismas y su criterio es ley. Si el visitante desea extraer conclusiones válidas o interesantes de ellas, estupendo; si le parecen basura, también estupendo. Lo que quiero dejar claro es que, desde este rincón, jamás se vetará un comentario que contenga una exposición racional y educada, un comentario que guarde unas mínimas formulas de cortesía y urbanidad, exprese lo que exprese su contenido —aún en detrimento mío—. Lo que no voy a consentir es convertir este lugar en una cuadra tabernaria donde el más admirado sea aquel que emita el exabrupto más fuerte. Ese es el único y verdadero motivo por el cual los mensajes vertidos en este blog están moderados. Los gestores del mismo tienen órdenes explícitas de publicar cualquier comentario lanzado que contemple unas mínimas normas de educación. Insisto, sea cual sea la opinión que se pretenda expresar.

Las agencias literarias

Tal y como comenté en una entrada anterior, las principales vías a las que puede recurrir un escritor novel para tratar de publicar son básicamente tres: una editorial que apueste por su trabajo, una agencia literaria que haga lo mismo o la participación en certámenes literarios. Hoy es el turno de las agencias literarias.

De entrada y por norma general, se suele albergar un concepto equivocado de la labor que desempeña una agencia literaria. Se tiende a pensar que una agencia literaria es una especie de empresa publicitaria dedicada a la promoción pura y dura de los autores que representa. Y no es que ésta definición sea errónea, al menos en su totalidad, pero sí puede considerarse una definición desvirtuada. Una agencia literaria, en su síntesis, no es más que una empresa cuyo principal patrimonio consiste en la cantidad y la calidad de los contactos que es capaz de mantener a nivel editorial. Dicho patrimonio le permite negociar, a un nivel al que un autor no suele tener acceso dentro del sustrato jerárquico de una editorial, la publicación de un manuscrito. A cambio de dicha gestión, la agencia le cobra al autor un porcentaje —que suele rondar en torno al quince por ciento— sobre los beneficios obtenidos en caso de que dicha negociación fructifique. Como definición formal y a grandes rasgos, en eso consistiría el trabajo de una agencia literaria.

Se tiende a considerar a las agencias literarias como un mal endémico dentro del ámbito editorial. Sin estar completamente en desacuerdo, yo indicaría que son un mal necesario. Necesario para el autor, porque recibe un apoyo que de otra manera es muy complicado alcanzar. Necesario para el editor, porque el recibir los manuscritos a través de una agencia le garantiza que dicho texto ya ha pasado por un mínimo filtro de calidad —obviamente, una agencia, por cuestiones de rentabilidad, jamás tratará de negociar la publicación de textos de ínfima calidad—, condición que le servirá de ayuda en su tarea de evaluar un texto.

El acceso a los servicios de una agencia literaria por parte de un autor novel siempre suele ser más factible que el acceso a una editorial en idénticas condiciones por una razón muy básica: las agencias viven de su cartera de autores. Si no tienen autores, no pueden promocionarlos; si no los promociona, éstos no cobran y si los autores no cobran, las agencias tampoco. Por ese motivo las agencias suelen ser más receptivas que las editoriales de cara a evaluar manuscritos de autores. Siempre andan a la caza de potenciales clientes que les reviertan pingües beneficios —no dejemos de olvidar nunca que las agencias, como las editoriales, son empresas y muchas de sus miras parten de esa premisa— y esa circunstancia nos puede facilitar el acceso a las mismas. Lo cual no quiere decir que sea fácil ser representado por una de ellas —de eso dependerá la calidad y, sobre todo, la comerciabilidad del texto entregado a evaluación. Son famosas las palabras de aquel agente literario que, en una ocasión, harto ya de los textos que un autor le entregaba con ánimo de ser publicados, le espetó: «No me des literatura. Dame algo que pueda vender»— sino que éstas son más accesibles.

¿Es interesante para un autor novel el tratar de concertar los servicios de una agencia literaria? Depende cuál y, sobre todo, cómo. Obviamente, cuanto mayor sea el rango de promoción de un autor y su obra, mayores serán las posibilidades de publicar por lo que el acercamiento a una agencia literaria no es ningún dislate pero, para un autor novel, la cuestión no es tan sencilla y tiene su truco. Aunque parezca un contrasentido, a un autor novel le conviene huir de las agencias literarias de gran calado. Suena a despropósito pero no lo es tanto y el planteamiento es evidente. A una agencia literaria le cuesta un trabajo y un dinero mínimos el concertar cuantos más representados mejor. Si los autores obtienen beneficios, ella los obtiene pero si no los obtienen, ella no pierde nada. O muy poco. El quid de la cuestión es que las agencias literarias tienden a adolecer de un problema común a todas las empresas: su tiempo es dinero y sus recursos tienen, como todo, un límite. Si tú resultas ser el representado de menor entidad de una agencia que tiene en su cartera cuatro o cinco estrellas, las posibilidades de que inviertan su tiempo y su esfuerzo en promocionarte a ti son realmente escasas. Las agencias importantes pueden captarte y aceptar representarte pero eso no garantiza que se preocupen como corresponde por un autor novel puesto que tienen sus ingresos cubiertos gestionando y promocionando a autores de mayor factura. Ellas lo negaran siempre pero les aseguro que funciona así. Conozco a gente que recibió la oferta de ser representados por las agencias de C.B. o A.K. —auténticas popes del mundillo—, que vieron el cielo abierto al entender que si alguien como ellos se había fijado en su obra ya estaba todo hecho pero que, a los dos años, enormemente desilusionados, tuvieron que optar por rescindir su contrato con dichas agencias porque no habían realizado la más mínima gestión para promocionar su obra. Ninguna. Cero. Y además perdieron dos preciosos años. Por ese motivo es más adecuado que, en caso de querer solicitar los servicios de una agencia, dirijan sus pasos hacia una agencia de importancia media o bien a una agencia recién instaurada. Los contactos de éstas no tiene porque ser menores ni de menor entidad —por ejemplo, A.G.A. es una agente literaria de escasa relevancia pública que maneja una cartera muy seleccionada, con muy pocos autores y que, en un pasado reciente, fue directora editorial de dos de las editoriales más importantes de este país. Pueden imaginar sus contactos— y las posibilidades de que defiendan tus intereses de una forma más cercana siempre serán mayores.

La táctica de aproximación a una agencia literaria es idéntica a la de una editorial. Se prepara un manuscrito, una carta de presentación, se envía todo y se espera respuesta. La diferencia es que, en principio, las agencias tratan con algo más de cortesía a sus potenciales clientes y, bien sea positiva o negativa, casi todas remiten siempre una respuesta rápida —en torno a un mes— a la solicitud. Algunas de ellas solicitan una cantidad —a menudo, simbólica— por evaluar el manuscrito. No vean en ello una intención de lucro insano. Me consta que la cantidad de textos que llegan a una agencia es ingente, casi tantos como a una editorial, y los recursos de las agencias son limitados por lo que tienden a establecer un filtro para que alguien que esa mañana se encontraba en el cuarto de baño y se le ha ocurrido un soneto, como no le cuesta nada, lo envíe a una agencia por la cara «a ver que pasa». Que de esos hay muchos, se lo aseguro. Con ese mínimo cobro —que puede oscilar entre los 30 y los 50 euros—, se aseguran de recibir textos de gente realmente interesada en ser evaluados y, además, muchas de estas agencias entregan a cambio de ese importe un completo informe de lectura del manuscrito aún en el caso de no estar interesados en su representación.

Una vez que la agencia decide representarnos, llega la firma del contrato de representación. Lo más habitual y deseable es que la representación se ciña a una obra en concreto. O a varias, pero siempre especificando los límites de forma concreta. Hay agencias que ofrecen representación completa para todo lo escrito durante un tiempo determinado. Tres o cinco años generalmente. Yo desaconsejo la firma de ese tipo de contratos por el riesgo que conlleva de ver tu obra bloqueada ante algún conflicto que pueda surgir entre el autor y su agencia. También hay agencias que solicitan la representación de las obras en exclusiva y otras no. También es potestad de cada cual el decidir lo que está dispuesto a entregar pero las exclusividades nunca resultaron buenas. El mejor contrato tipo que se puede y se debe firmar con una agencia es aquel en el que se negocia la representación de una obra concreta —o varias—, durante un tiempo determinado y sin exclusividad. La no exclusividad debe ser bien entendida. En ello no debe verse la posibilidad de entregar tu manuscrito a cinco agencias sino la de que, en caso de que, por azares del destino, tu consigas ser el promotor de la publicación de tu obra, la agencia no tenga porque embolsarse ninguna cantidad a costa del resultado de tu propio esfuerzo.

03 septiembre 2006

Los certámenes literarios (II)

A estas alturas de la película, creer en la ecuanimidad de los certámenes literarios convocados o auspiciados por entidades editoriales es como creer en los reyes magos. Como concepto resulta tan entrañable y reconfortante como irreal. Tras estas convocatorias se esconden, por norma general, intereses e intenciones que nada tienen que ver con el loable fin con el que se supone que se convoca un certamen literario. Uno de los casos más paradigmáticos, recurridos y recurrentes es el premio Planeta. La reciente boutade de Marsé como jurado de la última edición de dicho certamen tan sólo sirvió para hacer notorio —que no público— un supuesto secreto a voces conocido por todos en el milieu literario: que el Planeta es un premio de encargo —baste decir que se negocia hasta con dos y tres años de antelación— instaurado para mayor gloria y promoción de la editorial que lo convoca y que esta no busca sino rentabilizar su inversión galardonando textos que sean fácilmente vendibles —por el carisma de sus autores, por su repercusión, por su renombre o vaya usted a saber porqué— pero que no siempre van acompañados de una deseada calidad literaria.

La principal servidumbre que arrastran este tipo de certámenes literarios es que forman parte de un entramado que, más que literario, es comercial. Que son, en su mayor parte, no una manera de promocionar la buena literatura sino una forma de obtener una notoria publicidad y de provocar un gran y masivo impacto mediático —les recuerdo que la entrega del premio Planeta se reseña hasta en el Telediario— que ayudará a aumentar sus ventas y, por tanto, sus beneficios empresariales. Y aquí es donde las editoriales, desde un punto de vista estrictamente comercial, siempre pretenderán jugar a caballo ganador. Y preferirán asegurar la venta de 200.000 ejemplares de X que apostar por Z aunque cupiera la remota posibilidad de que Z terminase vendiendo 400.000 por una razón muy simple: de Z tienen la posibilidad pero de X tienen la certeza. La pela es la pela y lo invertido en ese circo es demasiado como para correr el riesgo. Ese, por ejemplo, es uno de los motivos por los que este tipo de premios jamás queda desierto. El despliegue táctico es lo suficientemente costoso como para permitirse el lujo de que, ese año, no puedan disponer de ningún lanzamiento que permita su amortización.

Cabe remarcar dos cuestiones: una, que la jugada de encargar un premio literario tiene muchas veces por finalidad el incorporar a la editorial a acreditados autores de otra escudería. El resultado es redondo. En lugar de tentarles con millonarios anticipos y prebendas, se les tienta con el premio de un certamen de elevada cuantía y reconocimiento público con lo que la editorial aprovecha el mismo dinero dos veces, una para convocar un premio que despierta ese interés mediático y otra para captar al autor en cuestión. Más económico, imposible. Más amoral, también. Más que nada por deferencia a todos aquellos aspirantes a dichos certámenes que se presentan con su mejor voluntad y que, sin saberlo, terminan ejerciendo exclusivamente de figurantes. La otra cuestión es que la jugada —la de forzar un vencedor—, aunque en muchas ocasiones se haga por las bravas, no siempre se produce con la connivencia del jurado. En ocasiones, incluso, se guardan un poco las formas. Sobre todo cuando, como miembro del jurado, se elije a una gran personalidad reacia a ese tipo de tejemanejes pero que, con su presencia, podría dotar de cierta pátina honorable el evento. Por ello, existen determinadas fórmulas alternativas para que el editor consiga sus fines sin involucrar al comité evaluador y el proceso es tan sencillo como eficaz.

Como resulta obvio, es materialmente imposible que el jurado de un certamen literario que reciba 500 —417 en la última edición del Planeta— manuscritos se los lea todos. Prueben ustedes mismos a calcular cuanto tiempo tardarían en leer 500 libros y comprenderán lo que les digo. Por ese motivo, en todos los premios de afluencia masiva —que suelen ser los más populares y conocidos—, se instaura los denominados comités de lectura, es decir, grupos de personas que criban los manuscritos recibidos reduciendo esos iniciales 500 a diez o quince como mucho. Y esos son los que termina evaluando el jurado para emitir su veredicto final. La trampa —por parte del avispado editor— consiste seleccionar nueve manuscritos infumables —que los habrá. No sabes ustedes las cosas que se presentan a los certámenes literarios— y añadirle uno de su interés. Al jurado, aunque sospeche sobradamente la jugada —sobre todo si ya cuenta con cierta experiencia en estas lides—, no le quedará más remedio que seleccionar el único que posea algo de calidad aunque esta sea ínfima y casualmente —¡oh, maravilla!— resultará ser el introducido por el editor. A algo de eso podría estar refiriéndose Marsé cuando enunció en público lo de «seleccionar la menos mala».

Respecto a la cuestión del encargo del premio Planeta siempre surgen jugosas anécdotas. En ocasiones los encargados no han podido cumplir con los plazos de entrega aunque eso no ha supuesto ningún problema: se le prorroga el plazo durante un año más y se pasa al siguiente en la lista —tal y como le ocurrió recientemente a A.B.E.—. También resulta llamativo el conocer que hay reputados autores —M.D., L.S., P.R, J.M.— que han renunciado al encargo porque, según sus propias palabras, la consecución del premio les reportaría más deshonra que prestigio.

Pero no se vayan a creer que la cuestión se limita al ámbito del premio Planeta. La jugada es usual y afecta, por norma general, a la amplia mayoría de certámenes convocados por editoriales y cuya cuantía supere los 3.000 euros. Lo más curioso del caso es que hemos llegado a un punto en el que ya ni siquiera se guardan las formas en este tipo de connivencias. Se mercadea directamente y por lo derecho. Ya no se producen sigilosas llamadas a la vieja usanza dirigidas a los miembros del jurado para medrar en favor de determinado autor o texto: ahora se negocian los premios con los agentes literarios sobre la mesa y a cara de perro —obviamente, con los que tienen el poder suficiente para permitirse esa negociación— aunque, en ocasiones, esos convenios —para regocijo y choteo de los que conocemos el paño— acaben como el rosario de la aurora. Verbigracia: E.R., joven escritora de cierto crédito y renombre —pero más tonta que el asa de un cubo, para que nos vamos a engañar… Bueno, esto formaría parte de otra historia—, es instada por su agente, R.D.C. —que previamente ha negociado lo que había que negociar—, a participar en un prestigioso certamen literario en el que se le comunica que tendría «amplias posibilidades de erigirse en ganadora». Con las mismas, la autora pone a punto un texto, lo presenta a dicho certamen y espera pacientemente a que la llamen para pasarse por caja y recibir el importe del premio. Pero en estas, el destino —que a veces es un poco cabrón— juega su baza y resulta que al mismo certamen llega una novela que supera con creces en calidad a la de nuestra autora y que, casualmente, pertenece a un novelista de cierto impacto mediático —esto, para que se fíen ustedes de las plicas—. Los convocantes del premio vislumbran la gran jugada comercial: premiar la novela que, además de ser infinitamente mejor, proviene de un escritor que les proporcionará incluso más beneficios que su anterior elección pero se encuentran con el pequeño obstáculo de que el trato ya fue cerrado con E.R. Tras arduas deliberaciones, se opta por la novela del escritor y pueden suponer ustedes cómo montaron en cólera nuestra escritora y su agente cuando les comunicaron la decisión. El pifostio llego a tal extremo que tuvieron que prometerle a la joven escritora —y a su agente— el puesto de finalista y una indemnización adicional bajo cuerda «por las molestias causadas». Ahí es nada.